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  1. visigodo74

    De como cumplir órdenes

    Un relato simpático si no fuera por el resultado. Luis Jar Torre - UN GOLPE DE EFECTO Publicado en la Revista General de Marina de Octubre de 1999 “Nada es tan inevitable como un error al que le ha llegado su momento” (Ley de Tussman) En términos generales puede afirmarse que, detrás de la pérdida de un buque en la mar, siempre se esconde el mal cálculo de alguien. Hay malos cálculos que, en buena lógica, nadie hubiera podido mejorar, como un ciclón de trayectoria atípica o, forzando mucho las cosas, una pérdida de estabilidad por acumulación de hielo en cubierta en agosto y en Cartagena. A este tipo de “mal cálculo” en el derecho marítimo anglosajón se le llama “acto de Dios”, y en nuestra Armada “fuerza mayor”. Pero la mayoría de los malos cálculos se quedan en lo que su nombre indica y entonces se dice que el buque se ha perdido por “fallo humano”. Existen fallos humanos excusables, como los originados por limitaciones frente a la enfermedad o el agotamiento. Otros, al menos resultan comprensibles y permiten al “culpable” no perder la cara y, si se tercia, hundirse con su buque con cierta dignidad. Algunos más, siendo tan “humanos” como los anteriores, son mucho menos misericordiosos y palabras como “negligencia” o “impericia” arruinan la vida profesional de los implicados. Joseph Conrad, que había sido Capitán Mercante antes de convertirse en uno de los mejores escritores en lengua inglesa de todos los tiempos, dejó escrito que algunos accidentes son “... una equivocación más o menos disculpable. Un barco puede dar a la costa a causa del temporal. Es una catástrofe, una derrota.” En cambio, otros “... tienen la mezquindad, el patetismo y el amargor del error humano.” Finalmente, unos pocos buques se pierden en accidentes tan estúpidos, que nos obligan a pensar que su Capitán eligió ahogarse antes que explicar lo ocurrido, porque es lo que nosotros habríamos hecho en su lugar. A diferencia de los accidentes anteriores, que al menos crean doctrina sobre “lo que no hay que hacer”, estos últimos son más intrascendentes en el campo doctrinal, posiblemente porque casi nadie entre los colegas del “culpable” se ve a sí mismo capaz de darse un golpe tan tonto. Este artículo trata de uno de esos accidentes particularmente estúpidos, con la salvedad de que sus protagonistas, lejos de ser unos estúpidos, constituían la élite de la Armada más prestigiosa de su época, a la que aportaban una formación y dedicación excepcionales y, en el caso del principal implicado, un espíritu innovador que haría parecer fósiles a muchos “progres” contemporáneos. Por una triste ironía del destino, han pasado a la Historia Naval como epítomes de la falta de iniciativa y obediencia descerebrada. Con una vertiente náutica “intrascendente” (¿quién de nosotros se daría un golpe tan “tonto”?), el aspecto castrense de este accidente fue una auténtica desgracia que cuestionó principios considerados incuestionables y atrajo sobre la organización militar la crítica y, peor aún, la rechifla de personas bien formadas pero no tan bien informadas. Si algo de positivo tiene esta historia, es la llamada de atención que supuso, en pleno siglo XIX, sobre conceptos tan actuales como “obediencia ciega” y “obediencia inteligente”. VEINTE AÑOS DE TACTICA En la década de los setenta del siglo XIX, la Armada Británica envió al baúl de los recuerdos la propulsión a vela y uno de los compañeros de viaje que la acompañaron al baúl fue un libro. Llevaba por título “Signal Book” (el PT1-B de la época) y no era un libro particularmente ameno, pero tenía almacenadas en sus páginas las lecciones y experiencias de más de veinticinco siglos de guerra en la mar. Eliminado el viento como factor táctico, gran parte de su contenido era, en términos metafóricos, lo que algunas veces había sido en términos reales: papel mojado. Uno de los Oficiales Navales que con más entusiasmo se entregó a la tarea de reescribir este libro fue el Vicealmirante Sir George Tryon. No debemos engañarnos por el “Sir” ni por el empleo, era un innovador y un inconformista. También tenía un elevado nivel de exigencia para con sus subordinados, a los que intentaba transmitir su espíritu de iniciativa y a los que, en todo caso, conseguía transmitir una fuerte impresión. Además era una persona difícil, pero dejaremos la psicología para el final. Se ha escrito que la filosofía táctica de Sir George buscaba “emancipate the fleet from Signal Book”. Considerando la época que le tocó vivir, sería injusto acusarle de iconoclasta. No hay que ser un genio de la táctica para comprender el problema de Sir George. Los buques de su época ya tenían (grosso modo) la velocidad y maniobrabilidad de los actuales pero, en la mar, no disponían aún de otro sistema de comunicaciones que las señales visuales. Bastaban unos minutos de navegación para que una unidad se desconectara de “la voz de su amo”. Por añadidura, la táctica heredada por la Era del Vapor estaba orientada a mantener en formación unidades con la velocidad de una tortuga, las cualidades evolutivas de una vaca lechera y el alcance artillero de un tirachinas. Hoy puede resultarnos inconcebible, pero baste recordar la “melée” en que degeneró la batalla de Trafalgar, el problema de “comunicaciones” de Villeneuve y Dumanoir o la “distancia eficaz” a la que debía estar Nelson cuando un prosaico mosquetazo le envió desde la cubierta del “Victory” a los libros de historia. La Revolución Industrial regaló a las marinas la propulsión a vapor y velocidades “de vértigo”, pero los “juguetes” venían sin manual de empleo táctico. En un reflejo casi cómico, se exhumó el “manual” de las últimas unidades de propulsión mecánica conocidas, ¡las galeras! En la batalla de Lisa (1866), un agresivo Almirante Tegetthof borró de la superficie al sorprendido Comandante del “Re d’Italia”, junto con su preciosa fragata acorazada de vapor, en tres minutos mediante el “novedoso” (y expeditivo) procedimiento de embestirles con su buque insignia. Y así, durante dos decenios de desbarajuste táctico en que buques, armas y corazas quedaban anticuados de un año para otro, un pasmado Neptuno vio formaciones de acorazados ¡con espolón! surcar sus dominios a velocidades del siglo XX, pero manteniendo distancias propias del siglo XVIII. No fue hasta finales de la década de los ochenta cuando la aparición del torpedo, y un significativo aumento del alcance artillero, frustraron lo que Richard Humble llamó “the steam battleship’s brief flirtation with close-range actions”. Puede que el flirteo fuera breve, pero los “flirteos” con espolón a corta distancia pueden resultar “embarazosos”, como sin duda resultó la pérdida del acorazado “Vanguard” en 1875, abordado por el “Iron Duke” cuando maniobraban en formación. Sir George entra en nuestra historia cuando ya solamente faltaba el “pequeño detalle” de la radiotelegrafía para “emancipar” la flota. Pero, en 1890, Marconi tenía 16 años y, seguramente, otras prioridades. Faltaban todavía cinco para que consiguiera su primera transmisión inalámbrica y catorce para que su invento comenzara a generalizarse en las unidades navales. Mientras, en su afán de ir más allá del “Signal Book” el Vicealmirante Tryon estudiaba fórmulas tales como utilizar el rumbo y velocidad del buque insignia como una señal en sí mismos, persistía en el espíritu de iniciativa de sus Comandantes y, finalmente, degeneraba en un virtuoso perfeccionista de las maniobras en formación, en las que exigía precisión milimétrica. Valga este largo preámbulo para dejar sentado que, además de Almirante, Sir George era para sus subordinados lo que en informática se llama un “gurú”, el mago de una ciencia en rápida evolución. Ahora dejaremos a los acorazados navegando apiñados alrededor del Almirante y a sus subordinados absorbiendo sabiduría en respetuoso silencio, en tanto aquél busca la forma de utilizar sus “modernos” buques como “Ferraris” y no como “paqueteras”. UNA HORA DE NAVEGACION El 22 de junio de 1893 sorprendió al Vicealmirante Tryon frente a las costas de Siria y al mando de la Flota Británica del Mediterráneo. Era un día bochornoso, de ésos que mi esposa dice que la “funden las ideas”, supongo que el interior de un acorazado sin aire acondicionado frente a Siria se las “evaporaría” directamente y, en el caso de Sir George, su origen “nórdico” no ayudaría en nada a mantenerlas frescas, vaya esto por delante. Aquella tarde su flota tenía previsto fondear a las 1600 frente al puerto de Trípoli, actualmente libanés pero entonces ubicado en la provincia siria del Imperio Otomano. Puestos a mostrar la bandera a “la competencia”, el plan del Almirante era una compleja maniobra de fondeo, un ejercicio de virtuosismo que produjera un golpe de efecto y una fuerte impresión a los observadores de la costa. Aunque no exactamente en los términos que había planeado, se salió con la suya. Sir George izaba su insignia en el acorazado “Victoria”, una de las unidades británicas más modernas y, al tiempo, una víctima del desbarajuste conceptual antes mencionado. Desplazaba 10.420 tons. y montaba la primera máquina de vapor de triple expansión de la Armada Británica, pero tal “modernez” quedaba compensada por el arcaico espolón de su roda y por su artillería principal, una única torre a proa con dos monstruosos cañones Armstrong de 413 mm y 110 Tons. de peso por cabeza que, aunque disparaban proyectiles de 1.600 lbs., lo hacían a un ritmo tan lento que constituían una seria amenaza de muerte por aburrimiento para el enemigo. Obviamente, si el enemigo no colaboraba y se colocaba arteramente por la popa, se creaba un maldito inconveniente que había que confiar a la artillería secundaria. Para redondear la faena, en grada le habían cambiado su nombre original (“Renown”), dejándole a merced de la consabida mala suerte. Se ha escrito que el diseño de este buque “... must be considered a retrograde step after previous Royal Navy designs”. En España, con un léxico más adaptado al desbarre que a la circunspección, hubiéramos dicho que se trataba de un engendro. Al comenzar los preparativos para el fondeo la flota navegaba proa hacia alta mar, dejando por la popa el punto de fondeo previsto. La formación consistía en diez acorazados y cruceros pesados de unas 10.000 tons. acompañados de un buque-aviso, navegando en dos líneas de fila paralelas y con una distancia entre buques en cada línea de 400 yardas. La columna de estribor estaba compuesta por seis unidades, con el “Victoria” en cabeza en funciones de guía de columna y de formación. La columna de babor contaba con cinco unidades y su guía era también el buque de cabeza, en este caso el acorazado “Camperdown”, donde izaba su insignia el bastante más convencional Contralmirante Markham, segundo de Sir George. Aunque no era su estilo, en esta ocasión el Vicealmirante Tryon había informado el plan de fondeo a su Estado Mayor. Constaba de dos fases, la primera consistía en formar los buques en dos columnas separadas 1.200 yds. e invertir el rumbo mediante una caída simultánea de 180º de ambas columnas hacia el interior de la formación, manteniendose ambas líneas de fila al seguir cada buque la estela del precedente. Una vez completada esta fase, la formación debería quedar aproada a tierra con la misma distancia entre columnas que la ya existente entre buques, 400 yardas. La segunda fase, ya en las proximidades del fondeadero, consistiría en la caída simultanea de 90º a babor de todas las unidades y, poco después, el fondeo sincronizado de toda la flota en perfecta formación al nuevo rumbo (paralelo a la costa). El “público” del puerto de Trípoli quedaría con la boca abierta ante una coreografía propia del mejor ballet ejecutada por acorazados. Si se ha sido cocinero antes que fraile y se analiza el plan, éste nos habla de la habilidad y el pragmatismo de su creador, ya que la segunda caída, que sin duda causaría un efecto espectacular vista desde tierra, serviría además al astuto Sir George para disimular posibles errores posicionales en la primera fase, permitiendo a su flota fondear con precisión milimétrica sin necesidad de hacer “extraños” con la formación. En el “briefing” citado, el Comandante del “Victoria” había indicado al Almirante que una separación inicial entre columnas de 1.200 yardas era insuficiente, y el Jefe de Estado Mayor sugirió prudentemente que 1.600 “estarían mejor”. Aunque en aquel momento el Almirante estuvo de acuerdo con 1.600, posteriormente envió a su “Flag Lieutnant” con la orden de cerrar la formación a 1.200 yardas. En la mar, hay ocasiones en que la prudencia con el medio exige ser imprudente con las personas, pero la imprudencia con un Almirante debe ser especialmente difícil en un idioma como el inglés de clase alta, pleno de sobreentendidos y referencias indirectas. En este entorno lingüístico, una afirmación hispánicamente rotunda (aderezada con la escatología que proceda) puede hacer que el mayordomo arroje al exterior con violencia al bocazas, circunstancia que, sin duda, éste verá reflejada en sus informes. En todo caso, “alguien” debería haber sacado al Almirante de su pasmoso lapsus, recordándole (aunque fuera en inglés de clase baja) que, para una evolución “standard”, el diámetro táctico de sus buques era 800 yardas y la distancia correcta 2.000. Apenas se había izado la señal preventiva para cerrar la formación cuando, a su vista, el Jefe de Estado Mayor indicó al “Flag Lieutnant” que forzosamente debía estar en un error, ya que el Almirante había indicado 1.600 yardas. El mareado “Flag Lieutnant” volvió al camarote del Almirante y tuvo la osadía de preguntarle si había querido decir 1.200 o 1.600, indicándole que ya se había izado 1.200, a lo que el irritado Almirante le respondió “somewhat tersely” que 1.200 era la distancia correcta y que diera la ejecutiva de inmediato. La velocidad de la formación se aumentó a cerca de 9 nudos, se dio la ejecutiva y ambas columnas quedaron a la distancia ordenada. Poco después, el Almirante ordenó al “Flag Lieutnant” que se izaran dos señales preventivas, una ordenando a la columna de estribor caer 180º a babor en línea de fila y otra con la misma orden para la columna de babor, pero cayendo a estribor. En el puente del “Victoria” esta vez no se escuchó ninguna sugerencia del escarmentado Estado Mayor y las dos señales fueron izadas. Pero todavía faltaba alguien por escarmentar. En el puente del “Camperdown”, a 1.200 yardas por el través de babor del buque de Sir George, el Contralmirante Markham debía repetir la izada como guía de su propia columna. Como posiblemente no se consideraba ningún mago de la táctica, no tuvo empacho en repetirla a media driza para indicar su estupefacción a la concurrencia, al tiempo que ordenaba transmitir “no comprendo la señal” por semáforo luminoso. Vano intento, la radio estaba por inventar pero, a corta distancia, Sir George se hacía entender con rapidez. Antes que el semáforo del “Camperdown” transmitiera su mensaje, el Contralmirante Markham recibió un doble impacto en su amor propio en forma de señal semafórica (“¿what are you waiting for?”) al tiempo que veía izar (¡horror de los horrores!) su propio distintivo en el “Victoria”. Era demasiado hasta para un Contralmirante así que anuló el mensaje y, segundos más tarde, su señal izada a tope hacía juego con nueve gallardetes de inteligencia indicando que, en otras nueve unidades, nueve Capitanes de Navío tampoco tenían nada que sugerir. Con todo el mundo finalmente de acuerdo, poco después de las 1530 se dió la ejecutiva y los dos buques-guía iniciaron la caída hacia el interior de la formación, donde tras coincidir en su punto intermedio en estricto cumplimiento de las leyes de la geometría, fracasaron estrepitosamente en su intento de burlar las de la física, que no permiten a dos cuerpos ocupar simultáneamente un mismo lugar en el espacio. En consecuencia, el inevitable espolón del “Camperdown” hizo un agujero de nueve metros cuadrados en el casco del “Victoria”, un trabajo redondo si se tiene en cuenta que acertó a dar con precisión matemática en un mamparo transversal. El “Victoria” se hundió a cinco millas de Trípoli en apenas trece minutos, ayudado por la infinidad de puertas, portas y portillos abiertos aquella tórrida tarde, llevándose con él a 349 hombres y al Vicealmirante Tryon, que tuvo la gallardía de asumir toda la culpa de lo ocurrido (“it´s all my fault”) antes de morir ahogado. Hay que decir en descargo del Comandante del “Victoria” (CN Burke) que tuvo que pedir permiso tres veces para dar atrás con la hélice de babor. El “Camperdown” se salvó por los pelos, pero su “hazaña” no pasó inadvertida a los partidarios del espolón, que seguían en sus trece a las puertas del siglo XX. Ochocientas yardas por la popa del “Camperdown” el acorazado “Sans Pareil”, único gemelo del “Victoria”, ya podía lucir sin faltar a la verdad un nombre que, dadas sus características, ahora tenía doblemente merecido. Se ha escrito que el Vicealmirante Tryon pudo confundir radio de giro con diámetro táctico. Personalmente opino que, tratándose de Sir George, tal suposición sería una ofensa a su memoria y que su “bloqueo mental” muy bien pudo deberse a un problema médico originado por las altas temperaturas de aquel día. Entre los 357 supervivientes rescatados estaba el Segundo Comandante del “Victoria”, un empapado Capitán de Fragata de 33 años que súbitamente se veía en situación de “disponible forzoso” pero que, con el tiempo, llegaría a mandar la “Grand Fleet” en la Batalla de Jutlandia y a convertirse en el Almirante Sir John Jellicoe, 1er. Conde de Jellicoe y Primer Lord del Almirantazgo. UN SIGLO DE EXPLICACIONES Como ya quedó dicho, hay accidentes y accidentes. La pérdida del Almirante de la Flota Británica del Mediterráneo, su buque insignia y media dotación abordados por su segundo “en cumplimiento de lo ordenado”, mientras medio escalafón se miraba atentamente las uñas, es el tipo de accidente que sólo deja dos opciones, un largo silencio o unas larguísimas explicaciones. Con el periódico ya inventado, la opción elegida fue la segunda. A la llegada de la flota a Malta dio comienzo lo que podríamos llamar “fase formal” de las explicaciones, con la instrucción del inevitable consejo de guerra al Contralmirante Markham por abordar y hundir a su jefe y al CN Burke, por la pérdida de su buque. Requeridos a justificar lo que un caballero inglés habría descrito como “un extraordinario comportamiento”, su defensa fue de una sencillez rayana en la genialidad. El Contralmirante Markham, ante la inevitable pregunta de por qué aceptó una orden obviamente imposible, respondió que tenía tal fe en su Almirante que creía que éste, finalmente, resolvería el problema con alguno de sus “trucos”. Aunque al Contralmirante Markham se le ha asignado el papel de “tonto” en casi todas las versiones de esta historia, explicó al Tribunal que Sir George podía finalmente haber hecho caer las dos columnas de modo no simultáneo, o bien hacer caer al “Victoria” con menos grados de caña que al “Camperdown” y, tras cruzar su popa, quedar al nuevo rumbo por la banda de fuera, lo que hubiera constituido una maniobra en verdad sorprendente. Es una lástima que la previa exposición de su plan por parte de Sir George eche por tierra tan audaz teoría, pero parece cierto que sus subordinados creían propio del Vicealmirante Tryon sacarse “some last-minute manoeuvre up his sleeve to save the day”. Naturalmente también salió a relucir la “necesidad” de obedecer las órdenes por lo que, a título personal, creo que la “infinite faith” que los implicados dijeron tener en su Almirante facilitó bastante el trabajo de un tribunal consciente del peligroso precedente que una sentencia condenatoria supondría en una institución poco partidaria de someter las órdenes a “juicios críticos”. En consecuencia, el Vicealmirante Tryon fue declarado único culpable de lo sucedido, a lo que éste no tuvo nada que alegar. Siempre por delante de sus contemporáneos, ya se había “empurado” a sí mismo antes de morir ahogado. Transcurrido más de un siglo, lo ocurrido aquella tarde continúa siendo objeto de explicaciones. Descartadas las basadas en el poco académico recurso de la descalificación global, ataque a instituciones y los etcéteras habituales, queda la pregunta de qué puede acabar simultáneamente con las funciones racionales de todo un grupo de personas formadas y equilibradas. En teoría, la respuesta compete a un psicólogo y, dado lo peculiar del medio, a un especialista en psicología militar. En 1974, Norman Dixon escribió el tratado “On the Psychology of Military Incompetence”. ¡Perdón, no es lo que parece!, permítaseme explicarme. El Dr. Dixon ha sido Oficial del Ejército Británico durante diez años, miembro de la British Psychological Society, Reader de sicología en el University College de Londres y es Doctor en Filosofía y Doctor en Ciencias. A la vista del título de su obra dudaba sobre la prudencia de citarla, pero la recomendación del General Bridell de su lectura obligatoria en centros de selección y preparación de Oficiales, y el hecho de que el Dr. Dixon es Miembro de la División Militar de la Orden del Imperio Británico, me llevan a pensar que no es necesariamente un antimilitarista. Aunque como marino sus tesis me parecen un tanto retorcidas creo que los lectores tienen derecho a la opinión de un especialista, y es el más calificado que he podido encontrar. Hechas las presentaciones, el Dr. Dixon afirma en la obra citada que “...el Vicealmirante Tryon era el producto de una infancia feliz y segura. Era un hombre tremendamente seguro de sí mismo, afirmativo, franco, autócrata, partidario de una disciplina estricta, pero no un autoritario”, “...era un innovador, con tendencia a destacar profesionalmente, dedicado a aumentar la eficacia y la iniciativa de sus subordinados”, “...se casó con acierto y se preocupó mucho por el bienestar de sus hombres”. Peor librado sale el Contralmirante Markham, que “...había emergido de su infeliz infancia en manos de unos durísimos padres puritanos como un hombre sensible, anormalmente cortés, solitario, obstinado y malhumorado”, “...era un hombre convencional, ansioso, conformista, tradicionalista, dedicado a no meterse en líos y a no disgustar a sus superiores”. Por si fuera poco, “...era un soltero que parece que jamás gozó de nada que se pareciese a relaciones físicas con un miembro del otro sexo. Su antihedonismo se expresó en forma de sermones dirigidos a sus tropas sobre los males del alcohol y el tabaco. Y esa otra característica de la personalidad autoritaria que es la represión de los impulsos agresivos que era evidentemente lo que impedía a Markham plantar cara a sus superiores, encontró una salida en la matanza de animales salvajes”. La conclusión de Dixon es que “...los dos hombres eran inteligentes, entregados y llenos de conciencia, pero el autoritarismo de uno chocó contra la autocracia del otro con la misma rigidez con que la quilla durísima del Camperdown chocó y rompió el casco más blando del Victoria”. CINCO MINUTOS DE CONCLUSIONES Creo recordar que fue Sir Francis Bacon quien, hace cuatro siglos, dejó sentado que “si un mismo hecho lo explican varias hipótesis, la correcta es la que contiene menos premisas”. Confieso que en psicología lo ignoro casi todo, pero creo que, desde una perspectiva diferente, cualquier militar de cierta antigüedad sería capaz de construir una hipótesis con menos premisas que la del Dr. Dixon. Desde la óptica civil, la respuesta a una orden imposible es una cuestión baladí (para eso están los sindicatos). Pero treinta minutos después de entrar en la Escuela Naval, quien esto escribe tenía perfectamente claro que, ante una orden aparentemente imposible (¡suba allí!, ¡arrójese desde allá!), puntuaba más surcar los aires con rapidez que argüir sofisticados razonamientos. Es lógico, en los ejércitos la eficacia puede ser literalmente un asunto de vida o muerte y, desde los tiempos de los hititas, se sabe que una organización militar basada en la disciplina es más eficaz que otra basada en la participación asamblearia de todos sus componentes en la discusión y redacción de las órdenes a impartir. Aunque pocos militares profesionales habrá que, en algún momento, no se hayan planteado qué hacer en una situación límite ante una orden realmente “imposible”, costaría trabajo encontrar alguno que ignore la “conveniencia” de cumplir dicha orden salvo que se tengan las cosas muy, pero que muy claras. Y es así porque, aunque la calificación profesional para juzgar la “imposibilidad” de una orden normalmente es superior en quien la emite que en quien la recibe, existe un argumento definitivo: cualquier componente de un sistema jerárquico que se plantee desobedecer abiertamente una orden “extraña”, es consciente de la abismal desproporción entre el castigo si se equivoca y la (hipotética) “palmadita en la espalda” si obra correctamente. Por irracional que parezca, un sistema jerárquico que estimule los “juicios críticos” de las órdenes recibidas está echando arena en sus engranajes. Herman Wouk, antes de hacerse famoso como escritor, permaneció embarcado tres años en la Armada Norteamericana durante la campaña del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial. En la edición original de “El motín del Caine”, la obra que le dió el Pulitzer, el TN Maryk, un competente pero mal informado y peor aconsejado ex-marino civil, releva del mando en un espantoso tifón a su paranoico Comandante, definitivamente “inutilizado” precisamente al tratar de obedecer una orden “imposible” de la Flota. Tras conseguir salvar su buque en un alarde de virtuosismo, y verse enfrentado a un Consejo de Guerra, se queja amargamente a su abogado militar de que el único medio de demostrar lo correcto de su actuación, habría sido no relevar al Comandante y permitir que el buque se perdiera, como de hecho les había ocurrido a otros tres peor gobernados. La paradigmática respuesta de su abogado es que otros cuarenta buques más permanecieron a flote sin necesidad de que el Segundo relevara al Comandante. Aunque se trata de una obra de ficción, la escena es perfectamente ilustrativa de por dónde van los tiros. Tanto a escala individual como colectiva, en la historia contemporánea es una constante la disparidad de lo que, podíamos llamar, “circuitos lógicos” de civiles y militares enfrentados a un mismo problema. También son una constante las indeseables consecuencias de esta disparidad, desde la mutua incomprensión y desconfianza hasta episodios particularmente traumáticos. Un historiador nos diría que, a partir del siglo XVIII, la sociedad civil ha evolucionado desde el Antiguo Régimen hacia otro de mayores libertades individuales, un proceso en el que las organizaciones militares no han podido participar con la misma intensidad por razones obvias. En la sociedad civil contemporánea, donde cada componente posee su propio criterio y escala de valores, es difícil comprender las pautas de conducta de las organizaciones militares, donde determinados símbolos y virtudes lo son todo. Por ello, el que en una situación extrema un militar actúe de acuerdo con lo que le ordena su prestigioso y mentalmente bloqueado Almirante e ignore lo que le indican sus ojos, aún a riesgo de morir ahogado, no creo que indique necesariamente una infancia infeliz. En mi opinión indica más bien lo que, en medicina, se llama un “reflejo condicionado” y, en el entorno militar, obediencia ciega. Se enfoque como se enfoque el problema de la obediencia, al final siempre descubrimos que cualquier sociedad que confía un medio de destrucción masiva (llámese acorazado o misil estratégico) a uno de sus componentes valora más la fiabilidad del candidato que su creatividad, virtud ésta que, sabiamente, los dirigentes citados prefieren reservarse en exclusiva y transmitirle a través de la cadena de mando. Puede que como resultado de esta política, la formación de un militar no profundice excesivamente en sutilezas filosóficas y nos deje a merced de ingeniosos polemistas y, en casos extremos como el de esta historia, expuestos a la rechifla general. Pero no debemos engañarnos, el modelo ha funcionado razonablemente bien los últimos cuatro mil años y un acorazado ocasional es un precio asumible ante el horror de otras alternativas. A fin de cuentas, también el cinturón de seguridad es un peligro en sí mismo en el 10% de los accidentes de automóvil, y su ausencia potencialmente mortal en el 90% restante.